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¿Tiene valor la dosis mínima personal?
Columnista invitado
Por: Steven Jones-Chaljub
Viernes, 02 de noviembre de 2018
El tema de las drogas ilegales es sumamente complejo, principalmente porque depende de donde estén parados los tomadores de decisiones con relación a dos visiones antagónicas: las drogas ilegales como un problema de seguridad nacional o como uno de salud pública.
La aproximación desde la seguridad nacional es la postura más común. Ésta concibe las drogas como causa o gasolina de los fenómenos de violencia e inestabilidad, razón que empodera a los Estados para emplear su aparato coercitivo como respuesta al productor, comercializador y consumidor. La expresión de «guerra contra las drogas» es la consigna, y el nivel de dureza del castigo varía según el país, pero va desde la pena de muerte hasta multas pedagógicas.
La posición de salud pública considera al consumidor, cuando supera los hábitos de uso recreativo, como un enfermo que necesita intervención especializada para superar su adicción y abstinencia, al igual que sucede con un alcohólico o ludópata. En esta postura es común encontrar Estados paternalistas, legalización del consumo bajo ciertos estándares, centros de suministro para evitar la propagación de enfermedades (VIH-Sida, hepatitis, etc.), dosis personal, centros públicos de rehabilitación, entre otros.
Los Estados modernos, con algunas excepciones en el Medio Oriente y Asia, no se sitúan en los extremos de estas visiones, sino que tienen un enfoque mixto. Crean legislación que penaliza o regula al productor y comercializador, pero descriminalizan al consumidor y le siguen considerando como un potencial enfermo, sin que ello signifique aceptar la noción de uso recreativo.
En Colombia el valor de la dosis mínima tiene sus tintes. Desde el punto de vista coercitivo, ésta es un lío porque hace rato dejó de ser «personal» y se volvió en una técnica de venta ilegal, mal denominada microtráfico. Ésta funciona así: varias personas, amparadas en la libertad de movilidad que les brinda el tamaño de las dosis, trasladan y venden grandes cantidades de sustancias en múltiples operaciones. Al final se genera casi la misma utilidad vendiendo mucho en un sólo negocio o vendiendo poco en muchas transacciones.
La existencia de la dosis mínima personal es más compleja aún cuando se cae en cuenta que esa droga la produce y vende alguien, y que éste no es el Estado o, salvo para cannabis medicinal, empresas legalmente constituidas. No se necesita ser un genio para saber dónde van a dar esos dineros, así como sus consecuencias de ello en materia de seguridad en los campos y ciudades.
Finalmente, existe la creencia que la dosis mínima personal, así como la legalización general, alientan al consumo, generando más adictos que traen problemas sociales y gastos al sistema de salud. Realmente, desde la intuición puede parecer cierto, pero no existen estudios juiciosos que lo demuestren con certeza, así que se mantiene la duda frente a la validez de este argumento.
Los defensores de la dosis personal también tienen sus razones válidas. Por un lado está el derecho constitucional del libre desarrollo de la personalidad y, por el otro, el de la salud del adicto por cuestiones del síndrome de abstinencia. Y aquí es donde vale la pena preguntarse si la lucha es por el uso recreativo de las drogas o por mejorar la calidad de vida de quienes física y psicológicamente no pueden dejarla. Son dos cosas bien diferentes, y pareciera que se están enredando en el debate.
Hay que ser enfáticos en algo, la legalización general de las drogas para uso recreativo está lejos de suceder en Colombia por muchas razones, pero ello es harina de otro costal. En cuanto a la dosis mínima personal, la perversión de este concepto por los actores ilegales hace que la prohibición tenga valor para el país. Si se crean o mantienen los caminos para ayudar al adicto, donde existe control de las fuentes de la droga y dineros, todo este enredo se reduciría a un pulso entre seguridad nacional y gustos personales, y aquí el bien común tiene todas las de ganar.
Opinión:
Steven Jones-Chaljub
Twitter: @sjonesch
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