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De corazón a tambor, columna de opinión del abogado y escritor Rodrigo Zalabata Vega

(Foto cortesía: Pixabay)

De corazón a tambor

OPINIÓN

Por: Rodrigo Zalabata Vega

Abogado y escritor colombiano

Siempre se ha afirmado, por alguna razón, que la voz es el inaugural instrumento musical que interpretó nuestra naturaleza y nos hizo sentir humanos.

Me permito levantar mi voz para contradecirla. El natural instrumento musical del ser humano es su corazón. Y ese órgano sonoro es trasplantado con el corazón en la mano al tambor.

Que el origen del tambor coincida con el nacimiento de la humanidad no es ingenio del homo sapiens sino la adaptación al principio ‘sin música no podemos vivir’. Tal como el pan alimenta al cuerpo la música es el pa ra pa pan de la existencia.

Una vez conscientes de sentir el primer pálpito del corazón tuvimos uso de razón. Por el momento el único sonido de generación espontánea para animar la vida.

Que la medicina moderna le haya denominado ritmo cardíaco es el grande acorde de la ciencia con el arte: la música. Si hay ritmo nace la vida.

En la alborada de África, el tambor del corazón fue la canción de cuna que consintió al recién nacido género humano; por la misma razón trascendental que se le canta a un niño cuando abre sus ojos, hacerle creer en el dios padre, trasmitirle que no está solo. Cuando salimos de casa por el mundo, el corazón sería el tamborileo que nos guiaría y no nos dejaría perdernos. Es por eso que un tambor no se escucha se siente, cimbra el alma, gira el cuerpo, nos pone a bailar y nos siembra a la tierra.

Desde entonces el tambor anuncia los fastuosos eventos de la humanidad. Por la repercusión de sus manos se levantó la civilización. Toda la pomposidad del espíritu humano intenta hacerse sentir en medio de tambores. Quizás sea la angustia existencial de la razón que toca su instinto primitivo implorándole al dios ido que no nos olvide. Los imperios paran en su puerta el sonido atemorizante de tambores, en señal equívoca de entrada al cielo. Los ejércitos que acuden a las guerras se anuncian con tambores para hacer creer que tienen el poder de dios. El arma se dispara de su tambor con trueno de fuego que puede quitar la vida sagrada.

Se trata del primer lenguaje musical humano concebido antes de nacer, que toca en el tambor del vientre el sentimiento de la madre, grabado in situ de corazón a corazón. Solo después viene el arrullo melodioso de la voz, pero por otra razón.

Por descender musicalmente del corazón el tambor fue la primera forma de comunicación humana, jamás superada si no podía mentir. Por él las tribus primitivas tenían por seguro la palabra literal ajustada a su sonido, verdad que tocaban la transmitían igual. En cambio, cuando fueron locutadas en los medios masivos se perdió la verdad que se abre espacio voz a voz.

Si hay un lugar imaginable del infierno es allá donde no existe la música. El sitio de la nada en que se encuentran seres perdidos sin corazón que les haga sentir un tambor. Imagino el infierno sin llamas si al final de cuentas calentarían almas yertas.

Hoy el tambor retumba sembrado en todo el planeta. Cada bosque cultiva sus árboles más nobles para que sean consagrados tambores que transmitan la voz de la Tierra. En África natal guarda el secreto de lo que somos. En la América mestiza está presente de norte a sur en el curso de su historia, en cada etnografía, género, tamaños, colores y sabores de la música, en sus variopintas presentaciones: conga, bongoe, timbales, bombo, caja, tambora y tantos sus nombres. En el caribe resuena en cada ola que toca al mundo. Así en Occidente como en el Oriente distinto está arraigada su huella. En la China milenaria creció su niñez en el tradicional guban, hasta alcanzar la edad del metal en el reverencial gong por toda Asia.

Esa omnipresencia del tambor, como dios primitivo de la Tierra, ha llevado a los académicos reflexivos a negar su creación africana. Dicha afirmación la basan en vestigios que datan la presencia de tambores antes que trajeran esclavos africanos a los lugares paradisíacos en que ocurrió el verdadero pecado del género humano.

Se trata de un error de concepción. El tambor no es una creatura cultural sino un instrumento vital que exteriorizamos para que la vida se avive: la expresión musical del corazón. Desde aquel lejano momento, hace 80 mil años, en que salimos de la casa materna a conquistar el mundo, con amor nuestra Eva africana nos lo equipó in pectore para que fuéramos siempre lo que somos: una familia universal.

Y no es una metáfora, es la realidad testamentaria que ha datado la antropología genética: toda la humanidad hace parte del mismo árbol genealógico.

Así las cosas, si el continente prehispánico ya tenía tambores son los mismos que trajeron consigo quienes remontaron el estrecho de Bering hace 20 mil años, en un corazón ardiente y alegre que calentaba sus pies sobre el hielo de la glaciación.

¿A qué docto se le ocurrió que el tambor lo trajeron los esclavos africanos al nuevo mundo? Así hubiera existido un esclavista humano, a esa cosa que traían en barcos sujeto a cadenas, al momento de embarcarlo le diría: “¿para dónde crees que llevas eso? ¿acaso crees que te llevo a vivir? ¿No entiendes que vas es a trabajar?

En ese momento de la historia no trajeron el tambor, aunque sí lo trajeron, solo que en la forma en que lo han llevado siempre, en su estuche natural: el corazón.

Si el esclavo africano pudo sobrevivir muerto en sí se debió al ritmo de vida que le prestaba el tambor. Frente a los que expropiaron su naturaleza, ante una iglesia que lo doblegada y de rodillas le notificaba los nuevos designios de dios, dio con el tambor el mayor bien de generosidad: devolverle el corazón a la humanidad.

Por ellos se entiende mejor el acto de amar. Después de escuchar los violines que convencen a los enamorados del amor eterno; la voz cálida del saxofón que envuelve la pasión; la trompeta alargada en la boca grita de felicidad; llegado el momento nada mejor que las nalgadas vibrantes que excitan al tambor.

Es así, la música se estructura sobre su base rítmica, con latidos de tambor, y todo su sentimiento se construye con base en el corazón.

La voz, por su parte, es el fenómeno de la razón, ese instrumento parlanchín que parla, parla y miente, y se toma en serio cuando canta. Una vez el corazón se hizo consciente se levantaron a su pesar las pasiones humanas, siendo al tiempo su llanto y consuelo, cuyo impulso insondable se palpa en la música; de ella nace el sentimiento en cada melodía; romántica, lírica, nostálgica; marcada por el tambor del corazón que no la deja mentir, para recoger a pedazos rotos el alma humana.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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