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Luis Enrique Martínez: ¡Ese es el hombre!, columna de opinión del abogado y escritor Rodrigo Zalabata Vega

Luis Enrique Martínez, también conocido como el ‘Pollo Vallenato’

Luis Enrique Martínez, también conocido como el ‘Pollo Vallenato’, uno de los grandes acordeoneros colombianos. Nacido en Fonseca el 24 de febrero de 1923 y falleció en Santa Marta, el 25 de marzo de 1995.

Luis Enrique Martínez: ¡Ese es el hombre!

OPINIÓN

Por: Rodrigo Zalabata Vega

Abogado y escritor colombiano

Resulta extraño que el vallenato, una música autóctona obediente a la tradición oral sucedida en el valle de Upar, la provincia colindada entre montañas ajena al mar, haya terminado identificada con el acordeón, un instrumento músico europeo creado para abrazar la soledad de los navegantes que esperanzaban llegar al horizonte, una vez tomaron para sí lo que dieron llamar el nuevo mundo.

Los que psicoanalizan nuestro globo terráqueo como una cabeza loca que gira con su tema, dirán que ello sucedió porque el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, replicado en las olas musicales en el vaivén de su fuelle; pero la razón puede ser más profunda: contener un mar de sentimientos en el pecho.

No menos extraño en el mundo vallenato que ese acordeón universal haya terminado identificado con el ser más provinciano. Y a su turno los más entendidos del acordeón, los grandes acordeoneros de la gran saga vallenata, reconozcan su estirpe entroncada a un hombre y lo señalen con su nombre: “ese es el hombre”; exclaman al unísono: ¡Luis Enrique Martínez!

Dicho hito en la historia del valle se transmite entre generaciones de acordeoneros que disputan ser rey vallenato, los que, después de tejer un enjambre de notas que rubrican con su estilo, al final de la competencia habrán de rendir su corona al fundacional rey de reyes, por quien son como son, la cadencia original que llevó al vallenato a trascender su secreto a voces guardado entre sus montañas.

Que los acordeoneros se identifiquen por él les nace de la raigambre que sostiene el árbol de su ramificación. Una mística que está impregnada de los elementos que componen el ser vallenato. Por su naturaleza, al haber nacido entre montañas sordas que alejaban el mundo, le permitió escucharse a sí mismo y formarse su identidad. El vallenato es la suma de voces de su pueblo en búsqueda de armonía.

Pero ese hecho singular solo podría entenderse si desciframos el sino que crea la cultura vallenata:

El milagro de Valledupar

Valledupar, el emblema universal de su historia provincial, desde tiempos prehispánicos fue el epicentro que concitaba el quehacer consuetudinario de la aldeanería nativa del valle gobernado por el cacique Upar. Avasallada la cultura milenaria amerindia se daba su lugar el viejo mundo en el nuevo mundo. En su aparte, se grababa en el acta bautismal de fundación católica la neonata ciudad colonial en el año 1550, signada por el conquistador Hernando de Santana y narrada en la crónica de indias de Juan de Castellanos. Exaltada en ella la cultura raizal que moría en su tierra dada a florecer.

A partir de allí se daría el desarrollo de su idiosincrasia ensimismada en el gran valle, cuya presencia ausente se haría resonante en el resto del mundo historial, si para animar la atención hubo de recrear su propio relato transmitido en el radio de la tradición oral hasta hacerse musical en su palabra, la que tiempo andando se guardaría como un correo en la música vallenata.

Desde sus orígenes el vallenato se hizo retrato de su cultura, una selfi testimonial, sin cuadrar la imagen de lo que debía mostrar de sí, al momento cantaba el ajetreo vivencial de su cotidianidad. Es por ello que a posteriori no podría tacharse su carácter patriarcal, el hervir la sopa de letras del día en el contenido de su música.

En ello consistió la juglaría, enlazar los hechos ocurrentes en la región, cuya primera necesidad era su propio interés de activar la vida de su pueblo. La manera de compartir el pan levado de los sucesos dorados por el sol de boca en boca.

Así mismo se creó la vida espiritual en el valle. Una vez llegada la legión europea que completó la Tierra con nuestra América, el vallenato hizo la composición de su mundo interior a su manera. La celebración religiosa de Santo Ecce Homo da fe de ello. Un mito que hunde sus orígenes en el tiempo en que se fundó Valledupar. Desde entonces cuentan que un hombre se presentó sin identificar y se encerró a pan y agua en el cuarto de votos de santidad de la iglesia. Después de varios días de dudar su existencia forzaron la puerta del cielo para salvarlo. Al entrar encontraron un santo tallado en madera sin rastro del hombre que había ingresado en su lugar. Aún allí, lo más sorprendente no fue eso, aquel hombre hecho santo advocaba la imagen de Jesucristo. Pero no en la apostura anglosajona de blanco santificado con ojos celestes, que no correspondía ni a la comunidad judía en que había nacido ni a los españoles que lo habían traído desde el más allá al nuevo mundo, sino en versión de un vallenato auténtico. Se trataba ahora de un dios negro curtido por el sol, encadenado a un tronco, agobiado con sus fieles cada lunes santo de Semana Santa, cuyo sudor, como el de su pueblo, hace milagros.

Tan desconcertante esa teofanía que sus creyentes advierten cierto pudor en su propia fe. Nadie puede decir que su santo encarne a su mismo dios, ni alguien que se atreva a desmentirlo. Ante semejante enclave espiritual sus gentes se atienen a los hechos cumplidos. Cada lunes santo de todos los años los feligreses realizan la procesión consagrada llevándolo en hombros, para agradecerle la enfermedad sanada, la deuda saldada, el negocio prosperado; a sol limpio, en medio de un calor infernal; mientras otros mojan en sus pañuelos el sudor bendito de su cuerpo sufrido, cuyo rostro transido les confirma que sufre con ellos y les transmite el alivio de que hará lo que tenga que hacer como patrono ordenado por el propio cielo.

En ese misterio se trasluce de cuerpo entero el carácter espiritual de un pueblo, la credulidad en lo que revela su ser. El valle sumido entre montañas aquende del mar serviría de caja de resonancia de las olas del resto del mundo con qué generar un diálogo tardío, aunque por ello más ligado a sus orígenes, y así desarrollar su personalidad cultural autóctona.

Entrado el siglo XX, el tiempo que en Europa disputaban el trofeo de la Tierra en dos mundiales de guerra, el valle de Upar, una aldea edénica mecida en su cuna geográfica, parecía no enterarse que vivían el génesis del apocalipsis. Mientras el odio y la codicia se arrogaban el mundo, el vallenato recorría su llanura dedicando versos del Amor Amor, sin acordarse de la muerte.

En esos años se escucharían las primeras voces de aquella provincia cantata, en el universo del disco. La primera grabación de vallenato, datada con pruebas, la hizo Abel Antonio Villa en 1944, de las canciones “Las cosas de las mujeres” y “Mi negra linda”. Aquel suceso de la nada eclosionaba el vallenato en la faz de la tierra. Entonces se daría a conocer un lugar renaciente que apenas ponía un pie en la historia que ya se empujaba al borde del fin del mundo. Si bien dichas canciones daban cuenta de unas costumbres perdidas, abandonadas por la modernidad, se presentaban con un ropaje a la moda: venían interpretadas en acordeón y guitarra, dos instrumentos emblema de la Europa musical.

Y podríamos desvelar un dato inexistente pero singular. No me alcanza mi memoria discográfica para encontrar una sola canción vallenata, tan minuciosa en su juglaría de las noticias que despiertan el día, que registrara el evento de la segunda guerra mundial en sus aciagos momentos, ad portas de la primicia victoriosa, lanzada como una bomba atómica: ¡la ciencia armada ya podía abolir de hecho la humanidad!

Lo cierto es que el vallenato, absorto en el valle, asomado a la gran historia contaba una tradición oral que conservaba su pasado al tiempo que pulsaba el ritmo del reloj de la civilización. De la conseja de sus costumbres se prodigaba su educación sentimental reviviendo las edades y los estados de ánimo de la poesía; costumbrista, lírica, romántica; adentrado a una modernidad, desencantada de la imaginación, que solo acepta la realidad como su único mundo.

Lo increíble es que el vallenato haya hecho su travesía por la historia universal recogiendo los bienes desechados prácticamente por la vida moderna: el amor, la familia, la amistad, el compadre, las querencias de antaño. Y que su pueblo haya atravesado el desierto de cien años de soledad, puesto a salvo en el oasis del valle, alimentadas sus generaciones con el fruto del árbol de sus costumbres. Sería esa fuerza de origen la que le permitió trascender sus límites físicos para crear un estado del alma, cuyo paisano se hará todo aquel que comparta su palabra.

Pero la verdad de su existencia se guardará por siempre en su misterio. Santo Ecce Homo hará todos los favores que le pidan, pero nunca dirá cómo todo un pueblo ha sobrevivido con versos poéticos, tal si se tratara de versículos bíblicos. Y hacer de Valledupar lo que en realidad es: un milagro tangible de la poesía.

El paisaje dibujado por el vallenato nos ha dejado ver casas en el aire, sabanas que sonríen al paso de la mujer amada, luceros espirituales más allá de la luz del hombre, el cual debemos cuidar de ser estropeado por el afán interesado en concretar la imaginación, si de suyo levantó del pasado escondido el valle de Upar.

Aquellos que creen en dios, pero aún dudan que la poesía existe, bien podrían visitar el país habitado por los vallenatos.

El abrazo del acordeón

Si arribamos al puerto de pensar que el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, ahí mismo tendríamos que desembarcar en la conclusión que el acordeón llenó con el vallenato su vacío de sentimiento. Ninguna razón diferente podría explicar que el instrumento musical precavido para sobrevivir en el mar haya hecho residencia en la tierra, en el océano seco del valle de Upar.

Vencido el tiempo en que la vieja Europa vivió su juventud en sus cuatro estaciones, pasado el renacimiento que significó descubrir el nuevo mundo, la civilización Occidental se desembarazaba de sus viejos problemas metafísicos para concentrar los esfuerzos de la modernidad en el objetivo de la conquista material del mundo.

Aparte de la historia mayúscula escrita por Europa, al margen de sus grandes salones nobiliarios, se creaba en Viena el acordeón en 1829, llamado en alemán “piano de los marineros”, de la mano de Cyrill Demian, fabricante de pianos de alcurnia, para con el humilde instrumento darle un pequeño contento a los jolgorios populares, que les hiciera sentir adentro de la sociedad a donde no podían entrar.

El principio instrumental del acordeón venía del milenario sheng chino, basado en una lengüeta que se hace notar con las vibraciones que le fustiga el viento. Lo novedoso ahora era cómo se conformaba abrazado al pecho, dispuesto a acompañar hasta el fin del mundo a quien lo tocara con el corazón.

A partir de su pequeña historia provinciana, el acordeón pudo unir en un abrazo musical a Europa con América. Se hizo el compañero inseparable de los marineros que trasegaban en el mar, para hacer sentir el consuelo a los europeos que dejaban su antiguo hogar en búsqueda de nuevos vientos, atrapados en el fuelle del acordeón los suspiros nostálgicos de la vida que abandonaban.

Ni los europeos podrían imaginar, con toda la razón, que el destino se iba a confabular para que el acordeón repitiera su historia personal. Que los historiadores señalen las fechas que bien tengan, lo cierto es que algún día de finales del siglo XIX el acordeón atracó en puerto de La Guajira. Entonces entrelazó su experiencia por toda la provincia comprendida en los límites de la palabra cantada por campesinos trashumantes en el valle de Upar, los que tiempo andando sembraron su tradición oral en el país mitológico que canta la vallenatía.

Por compartir su respiración, la comunión del acordeón con los vallenatos se consagró en una simbiosis cultural, cada uno se hizo parte del otro. Una vez su arribo la vida no le fue fácil. Después de vivir su infancia en los pueblos marginales de la historia dominante de Europa fue abandonado anónimo por algún marinero en sus afanes amorosos de puerto, con la buena estrella de llegar tierra adentro a ser acogido en manos de aldeanos que cosechaban cantos en el valle de Upar.

El mismo orden que implantó Europa lo encontró al margen en el nuevo mundo. Esos campesinos que le daban la mano parecían aquellos de tierras lejanas que lo habían tenido en brazos con sus canciones de cuna, criado con fuerza de espíritu para que superara su origen sin fortuna. Sus travesías por el mar parecían tomar ahora los aires vallenatos que aventuraban en el océano de tiempo enclavado en el valle de Upar. Fue así la juglaría la andadura de historias comunes que abrieron nuevos caminos a la busca de su identidad.

Ese abrazo entrañado se dio al tocarse los corazones, inspirado en el motivo de sus canciones que se dedicaban al cantar lo que tomaban en su momento y lugar. El sentimiento de los compadres que le da calor a su pueblo.

La misma suerte de sus gentes marginadas tocó la vida del acordeón. Con ellos tendría que superar los círculos del poder que se superponía a su misma historia. Mientras esos campesinos cultivaban sus versos en el campo de los juglares, los gérmenes que cosecharía el fruto de su cultura, al acordeón se le prohibía, por orden tajante en sus estatutos, ingresar al club social Valledupar.

Quizás la misma mano espiritual con que se creó santo Ecce Homo forjó el acordeón (llegado anónimo) y el vallenato en uno solo, para unir al pueblo en la sonrisa de su expresión, llevando abrazados su mismo sentimiento. Por ellos ocurrió el milagro cultural en Valledupar que dio lugar a ese abrazo compartido entre todas las gentes que les prodigaba Consuelo: el Festival Vallenato.

El Festival Vallenato: templo del acordeón

Ese don sagrado de un pueblo de crearse a sí mismo, consagrado en el mito religioso de santo Ecce Homo, creó en el tiempo el mundo mitológico del vallenato. Cuya clarividencia desbrozó con sus cantos los caminos de la juglaría e iluminó la noche que puso a salvó del diablo a Francisco El Hombre.

Esos poetas de la naturaleza no podrían mirar el mundo sobrenatural que creaban. Al igual que Leandro, si dios les negó la vista al mar en recompensa les daría los ojos del alma para recrear un mundo que ignoraban. Era su destino náufrago en el temporal de su existencia. Se necesitaba un gentil que conociera el resto del mundo para notar las notas que visibilizaban el valle de Upar.

Se trató de Alfonso López Michelsen, cachaco de crianza y de cepa costeña, hijo del expresidente que le infundió su valor a la tierra colombiana, cuyo reflejo principesco le permitió darse sus aires por el mundo. Ya con la elegancia europea que resaltaba su alma provinciana quedó atrapado entre cantos de sirena perdido en el valle de Upar, al hacerse el primer gobernador del recién creado departamento del Cesar en 1967. Lo que resultaba inexplicable en los mentideros políticos de una aristocracia criolla levantada con nobleza papal, sembrada en los encumbrados clubes sociales del poder en Colombia.

La razón no era el poder, del cual descendía, sino el paisaje de poesía vívida que se abría ante sus ojos, el ver renacer la infancia de la humanidad endurecida por el pragmatismo de la modernidad, visto en el rostro petrificado del viejo mundo. Por eso entendía que se daba a gobernar una jurisdicción cultural con más interés que lo económico y más poder que lo político, cuyos límites, en realidad, los alcanzaba la palabra transmitida por su tradición oral. La semblanza universal que Gabriel García Márquez narró en letras musicales en el pentagrama de un libro.

Pero se necesitaba la fuerza de gravedad que pusiera pie en tierra ese mundo fantástico. Lo único que podría explicar en un territorio patriarcal, en el que el hombre podía contar como reses sus mujeres, que acataran como reina de reyes a una mujer con una fuerza de voluntad que superaba la de todos los hombres de la comarca, cuyo ímpetu los lanzaría al estrellato, si acostumbraban a brillar donde los cogiera la noche. En su lugar nació Consuelo Araújo Noguera, a quien por representar su espíritu ancestral llamaron con toda autoridad “LA CACICA”.

Entre los dos se hallaba el mito en persona, un joven rey Midas con la virtud poética de convertir en leyenda cada personaje de la realidad que tocaba. Cuyos trazos literarios dibujaban el paisaje del vallenato con tal precisión que podía hacer sentir a quien lo escuchara en su lugar. Era por siempre Rafael Escalona.

El gobernador Alfonso López, ya sabido del mundo exterior, le pasó la voz a Consuelo para que ordenara aquel mundo desaforado de poetas capaces de crear su propio mundo. Tocar de primera mano los versos de Escalona los convencía que esa realidad mágica existía, pero había que hacerla tangible.

El testimonio verdadero lo daba el poeta ciego Leandro Díaz, quien le había hecho ver a la realidad lo que en realidad no podía ver: la sabana sonríe cuando por ella camina la mujer amada.

Fue entonces cuando forzados por la fantasía se les ocurrió realizar un evento que reuniera a los juglares del valle de Upar, que trajeran en sus cantos la historia de la región, las creencias religiosas que sostenían su mundo. Así levantaron el templo de celebración de esas deidades del campo: lo bautizaron Festival Vallenato.

El Festival era concebido a imagen y semejanza del vallenato. En él se entrelazaba la advocación de la virgen de Rosario el 29 de abril, aparecida en un extraño episodio en tiempos de Conquista, en el que resucita a los invasores españoles después de ser envenenados por los nativos invadidos. Pero su celebración podría entenderse como la integración final, con todo su pesar, entrambos mundos.

Inspirado en el sino divino de la mujer, el Festival convocaba a los juglares a un concurso de acordeoneros, lo cual causaría una mitificación de los cantos que hasta ese momento hacían el retrato anónimo de una región. La historia sabe cómo darse su importancia, ese abril de 1968 se coronaba el primer rey vallenato en cabeza de Alejandro Durán, un negro monumental que parecía bajado de la mitología universal a representar la imagen naciente de un pueblo.

A partir de ese momento nada sería igual, el Festival le daba una nueva visión al vallenato: la dimensión mítica del acordeón; desde el pasado hasta el futuro por crear. Entonces se ponía de presente aquellos que habían ido conformando una expresión musical de un fenómeno comunicativo de tradición oral. Se rememoraba al gran Francisco Irinio “Chico” Bolaños, cuya estación en los hitos históricos le atribuyen el haber definido, en el marcante de los bajos en el acordeón, los cuatro aires canonizados en el Festival, constituyentes del verdadero vallenato: son, paseo, merengue y puya. De ser así, se fija como el primer gran pilar en la estructuración musical del vallenato que contaban sus historias.

Dicha afirmación es materia de discusión y puesta en duda por el investigador Julio Oñate Martínez, gran compositor y autor de celebérrimas obras de estudio del vallenato, quien me advertía que no hay una puya atribuible a Chico Bolaños, luego no podría tenerse como definidor de su ejecución. Como sí lo fue en establecer el vigente “bajo repicao” en el paseo vallenato.

Lo cierto es que, hasta llegado el Festival Vallenato, el templo de adoración de los acordeoneros, el vallenato era una música abrazada a la narrativa de sus canciones. Incluso las disputas trenzadas de piqueria se daban más a lanzarse mensajes de pique que a la ejecución misma del acordeón. Era entendible en la medida que los juglares contaban con acordeones de uno y dos hileras, tocadas por intuición, cuyas tonalidades apenas podían armonizar las melodías de las canciones de entonces, que por lo mismo se limitaban en su extensión musical.

Es necesario advertir que, si bien el Festival le dio esa dimensión mítica al vallenato tocado en acordeón, trayendo su pasado y lanzándolo de nuevo a explorar en el océano de su futuro, lo cual generó un desarrollo exponencial en el conocimiento del instrumento, la interpretación de su ser ya había nacido en manos del creador de su musicalidad, quien causó el florecimiento de las notas literales de sus canciones, a quien debemos el descubrimiento de regreso al mundo del continente musical anclado en el valle de Upar: Luis Enrique Martínez Argote.

Luis Enrique: el renacimiento musical del vallenato

Si el vallenato se identificó descrito en un retrato hablado en los cantos de los juglares, la música narrada en su acordeón se expresaba con apego a sus versos. Eso pudo conformar que su eco se quedara grabado en el ámbito del valle de Upar, como un daguerrotipo sonoro del tiempo de su familia provinciana.

Pero la historia siempre narra su pasado porque pudo trascender. En el mundo vallenato nació un personaje fundacional a partir del cual surgió otra historia musical: el florecimiento melódico de las canciones vallenatas. Quién lo creyera, la canción emblemática de este punto de inflexión en la ejecución del acordeón vallenata, con ocasión del destino, se llama “Jardín de Fundación”.

Ese suceso está grabado en la historia del vallenato. Un día de 1951, el promotor Antonio Fuentes, dueño de los estudios y sello discográfico Fuentes en Medellín, recibió con entusiasmo a un renombrado acordeonero en la provincia del valle de Upar, escondida en la costa caribe, cuya música poco conocida intuía promisoria. El motivo era poner en sus manos un novedoso acordeón llegado al país, el cual contaba con tres hileras de pitos de notas altas y dos hileras de 12 pitos de bajos. El personaje indicado era Luis Enrique Martínez.

Nadie podría imaginar que ese sentido momento, en el que se abrazaba el renovado acordeón con el discípulo prohijado por los viejos juglares, transformaría la música vallenata para siempre. Ya contaba una prolija trayectoria desde su primera grabación en 1947, de las canciones “Pa que chupe y pa que sepa”, un pique con Abel Antonio Villa, y “Cuando las mujeres quieren”, sello Odeón argentino, que transcurrió por quince sellos más. Del dichoso encuentro nació una obra que viajó por el mundo y desde entonces hasta hoy identifica de consuno el vallenato, consagrado en los premios Grammy: “La cumbia cienaguera”.

Si bien era el “pollo” heredero de los pioneros juglares; Chico Bolaños, Pacho Rada, Luis Pitre, campesinos musicultores; quien conservaba de sus maestros la cadencia del sabor original del vallenato, al igual que ellos eran sujetos por el acordeón que abrazaban. Con amor hogareño, las canciones vallenatas, en cuatro versos, se ajustaban al presupuesto musical del acordeón de una o dos hileras. Entonces el vallenato estaba más interesado en vivenciarse que en interpretarse.

Pero al recibir el acordeón de tres hileras, sucedió el milagro del vallenato que nadie había tocado. Sin que nadie lo supiera ni pudiera enseñarle, solo en el cuarto de grabación al que había ingresado, se esculpió con sus propias manos el que es por antonomasia el acordeonero vallenato: Luis Enrique Martínez.

A partir de ese momento nace una nueva historia, después de recibir el continuo de las narraciones sembradas por los juglares en la tierra del valle de Upar, cosechando el fruto de su tradición oral, tocaba hacerlas renacer musicalmente en notas del acordeón. Es el florecimiento musical del jardín literario del vallenato.

Lo que causaba Luis Enrique al explorar su nuevo acordeón era el descubrimiento musical del continente literario contenido en el valle de Upar. Sus tres hileras de notas parecían simbolizar las tres naves en que Europa había llegado a nuestro mundo. El acordeón vallenato se convertía en un libro que se abría y se cerraba, en el que se podrían leer en notas musicales y escuchar al tiempo de viva voz las narraciones que habían forjado la cultura de su pueblo.

En ese libro musical, con notas de Luis Enrique, tendrían que aprender todos los acordeoneros a la conquista de su arte. En él quedaba predicho cómo engalanar el sentido melódico trazado por el sentimiento de la canción: la introducción a su espíritu, las digresiones melódicas a su propia melodía en los puentes entre estrofas y los remates precisos que concluyen su círculo armónico. A lo que agregaría juegos melódicos con sus bajos, que son parte insustituible de la rutina vallenata.

En su escuela aprendieron todos los acordeoneros que se hicieron grandes en el vallenato: Alfredo Gutiérrez, Emilianito Zuleta, Nicolás “Colacho” Mendoza, Miguel López, para mencionar a sus discípulos directos, quienes consolidaron el árbol en el que se ramifica ya florecido el canto vallenato.

Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón. El episodio en que se forja un nuevo acordeonero, encerrado en un estudio de grabación con el recién llegado acordeón, representa cómo se hacen de improviso los acordeoneros vallenatos. También nos confirma cómo se formó la cultura vallenata, en manos de la imaginación, encerrada en el valle de Upar, tal como se hizo de sí mismo santo Ecce Homo para entrañarse con su pueblo.

El valle de Upar levantaría su templo de celebración cultural en el Festival Vallenato, cuyo epicentro se haría un culto a la música que había interpretado su razón de ser. La magia del acordeón hizo que unos campesinos marginados por el poder oficial fueran reconocidos reyes por su pueblo. Pero sería uno de ellos, el rey Luis Enrique, quien coronaría con su acordeón, labrada en filigranas musicales, a la reina que cuenta esta historia: la canción vallenata.

Toda historia trae consigo su paradoja, quien había inspirado el certamen que revela el misterio del acordeón, Luis Enrique, ceñiría su corona de rey vallenato en 1973, seis años después de creado el Festival, algunos de los cuales perdió a manos del licor; sometido al jurado calificador conformado por los cinco reyes anteriores, sus alumnos, quienes se soplaban entre ellos que había que devolverle la corona.

En la tradición oral vallenata pervive la expresión “ese es el hombre”, una traducción castiza de “Ecce Homo”, del latín romano “he aquí el hombre”, pronunciada por Pilatos en el juicio a Cristo. Solo que, si aquella vez permitía una condena, aquí sí se reconoce, señalándolo, al hombre que libera a su pueblo de las desventuras y lo conduce a la tierra prometida en la que tendría que ser feliz: el valle de Upar.

Será por eso que, al ver pasar el colorido de notas en el Festival Vallenato, celebrando el milagro del acordeón, parece la procesión de todos los acordeoneros que llevan en hombros a quien es su patrono musical: Luis Enrique Martínez.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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19 Comments

  1. David Salazar Herrera dice:

    Excelente un deleite de lectura … documento que a futuro, merece ser una referencia de consulta dentro de su misma historia narrativa…

    Felicidades al Dr. Zalabata y al Canal

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  3. Selina Montero dice:

    La historia es interesante y por si sola engancha. La manera como llegó el acordeón a esta región es cautivadora. Pero vemos que el escritor se rebusca para describir algo que es tan sencillo. Una vez leí que «escribir con palabras raras solamente porque son raras, es un claro síntoma de arrogancia o simplemente porque esos autores quieren disfrazar su inexperiencia con el diccionario.». Las palabras sinónimas poseen una definición casi idéntica, sí, pero siempre existe una ligera variación entre ellas. Llegarías muy lejos como escritor si tienes en cuenta lo que piensa tu lector.

    • Rodrigo Zalabata dice:

      Gracias Selina, en lo que me es favorable y desfavorable en tu comentario, tendré en cuenta tus apreciaciones.

    • Rodrigo Zalabata dice:

      Gracias Selina, por tu sincero comentario, tu tomaré en cuenta tus apreciaciones.

    • Faustino de la Ossa dice:

      Rodri leer tus crónicas es una verdadera delicia, es viajar a través del tiempo y escudriñar con cuidado la historia de algo que nos apasiona tanto, como es nuestra música vallenata. Te felicito y espero ansioso tu próxima entrega. Un abrazo fuerte mi hermano y que Dios te bendiga siempre.

  4. F. Sánchez Caballero dice:

    Toda la historia del vallenato es una cantera que invita a la poesía y a la magia… Lástima las frases sin sentido y las palabras rimbombantes y mal usadas en el artículo.

  5. Francisco García dice:

    Señor escritor colombiano, al leer esta nota concluyo que intenta imponer un estilo muy particular. Lo felicito, siga luchando por sus ideales. No es fácil imponer un estilo, pero muchos lo han logrado a través de la historia.

    • Rodrigo Zalabata dice:

      Gracias Francisco, me miro como en un espejo en sus palabras, aspiro algún día estar grabado en las expectativas que me traza. Mi gratitud infinita por la confianza que deposita en mí.

  6. Carlos Julio Sanmiguel dice:

    Muchas gracias. Desde acá desde España complacidos de conocer la historia de la llegada de este instrumento a Colombia. Lo llevaron los europeos, pero los colombianos le han dado el mejor uso. Hay que leer varias veces la nota para entenderla, pero es muy buena.

    • Rodrigo Zalabata dice:

      Gracias Carlos Julio, por la atención repetida que me brindas y tu asentimiento final. Un gran abrazo a la distancia.

  7. Oscar Jaimes dice:

    No fue fácil entender la historia por la manera como escribe este escritor colombiano. Pero después de entenderla es fascinante. Que bueno Colombia que tiene estas leyendas.

    • Rodrigo Zalabata dice:

      Gracias Oscar, me congratula el resultado que obtuviste con tu lectura para descubrir a Colombia.
      Abrazo latinoamericano

  8. Wilson David dice:

    Muy buena historia. Los felicito porque conocer estas historias muy reales es algo que nos enseña de las costumbres y culturas de Colombia.

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