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Naufragios de luz, columna de opinión del abogado y escritor colombiano Rodrigo Zalabata Vega

Plan de Desarrollo.

Según el DNP el Plan de Desarrollo es “la hoja de ruta que establece los objetivos de gobierno, fijando programas, inversiones y metas para el cuatrienio”. (Foto: Cortesía Pixabay).

Naufragios de luz

OPINIÓN

Viernes, 7 de agosto del 2020

Rodrigo Zalabata Vega.

Antes que nada ocurriera en su gobierno, el presidente Duque dio a luz el Plan Nacional de Desarrollo, Ley 1955 de 2019, pasado un largo año, una ley de salvación económica que condensa su iniciativa de mandato, si el resto lo dedicó como un pastor de lobos a alertarnos del peligro de la oveja de la paz, a tumbar con palo de ciego el problema Maduro en Venezuela, a atrapar al ciego con palo que se le voló, a timonear a Colombia guiado por la brújula que le indica el Norte, y por encima de todos a salvar a su salvador de su propio naufragio.

Aunque a decir verdad no es su iniciativa, toma una orden de la Constitución Política, acusada en el artículo 339, régimen económico, que impele al Presidente de turno a planificar la realidad de su gobierno previendo que suceda, después de disparar al país ilusionado de pajaritos preñados que levantó en campaña.

Todo proyecto de gobierno en esta de ley se elabora en el Departamento Nacional de Planeación, DNP, una especie de astillero donde se construye la nave de mando con la que se cumplirá la promesa de alcanzar el horizonte.

En general, configura la proa que señala hacia dónde se dirige el país, saluda a la bandera a los ojos de la nación y se lava en llanto cada cuatro años, en un viaje en que nos embarcaron en la Constitución del 91 y aún no zarpa, si trata de explicarse cómo pero encalla en un mar de sueños futuros y culpas pretéritas, en el puerto en que llegan los navíos extranjeros y se despiden celebrando de la mano cómplice con los gobiernos, llevándose lo que a los nativos les anuncian por venir, con los brazos en alto si quieren partir, en este atracadero de esperanzas.

De allí que su espíritu no se crea nuevo, ya hace parte de nuestro ser como república. En un país de constitución santanderista resulta más importante la motivación de una ley que los intereses que la motivan.

Esta vez le inscribieron, con la ortodoxia demagógica de que las verdades se leen mejor que como se viven, y la seriedad forzada de quien habla con un parto intestinal por venir, el título: “Pacto por Colombia, Pacto por la Equidad”.

En particular, trata el plan de inversiones públicas, los cortes presupuestales y las cuentas de financiación, para explicar cómo se come lo que nunca se come, porque las provisiones de la Constitución para el bienestar de los colombianos se pierden en el camino por los mensajeros de la democracia, quienes entregan en leyes lacradas el continente sin su contenido, la enmienda sin la encomienda.

Esta ley se funda en tres pilares, que llama pactos, por la Legalidad, Emprendimiento y Equidad, ramificados en pequeños pactos que ofrecen una pequeña solución a cada deformación que pulula de la corrupción en la estructura institucional del Estado, pero se contrae en viabilizar la salida al país en la nave de la empresa privada, aupada por el motor de desarrollo del gran capital.

La idea del Plan tampoco es original, es el credo que reza la Constitución del ’91, canonizado por el viejo neoliberalismo, aquel que invoca la protección del dios privado de la propiedad y declara suyo el Estado consagrado a su nombre; vende los bienes públicos como un peso de quiebra, y en el negocio los compran para sí los que gobiernan el derecho de todos; privatiza los servicios oficiales acusándolos de ineficientes, para hacerlos empresas creadoras de valor, luego los derechos esenciales los convierten en mercancías cuyos clientes son sus propios dueños; así, lo que llamamos Estado queda reducido a una ventanilla al público de asistencialismo caritativo, en la que somos mendigos de nuestros derechos al extendernos la mano con la acción de tutela.

Bitácora tributaria

Basado en ese cuento, se levanta el Plan Nacional inmerso en el Presupuesto General que amenaza ruina del Estado, una ley que se propone poner a salvo a los empresarios, hacerlos crecer y así salvaguardar a su pueblo, sus empleados.

Lo extraño de los planes salvadores es que se exponen pidiendo auxilio a quienes se lanzan a salvar, la clase media que en medio del naufragio embarcan en el sueño de llegar algún día al lugar de ellos, cueste lo que les cueste, si venden el tiquete sin retorno de que en la vida nada es gratis. El pastor que ofrece la entrada al cielo a los lobos arrepentidos que al final solo comen ovejas en hostias.

Para venderlo posible, cada gobierno cobra al entrar una ley tributaria, un ajuste de precios entre el Presupuesto General de la Nación que debe y el haber un nuevo Plan que les anuncia otra gran ilusión de tierra firme, proyectada en la oscuridad tormentosa de una sala de cine de cuya aventura saldrán a salvo, si cubrirá la realización de su sueño hasta que termine la película, antes de salir a la luz a pagar sus esperanzas de la vida real que les han soñado cumplir.

Esta vez la llamaron “Ley de Financiamiento”, Ley 1943 de 2018, pero se le cayó la cara de vergüenza al ser los pobres quienes financiarán a los ricos. Para maquillar su vicio inconstitucional, en el Congreso le cambiaron la envoltura por “Ley de Crecimiento Económico”, Ley 2010 de 2019, en debate encendido en la madrugada del 27 de diciembre, como cocinan los animales que han robado, planeada con la doble moral del gobierno, si niega ser una reforma tributaria pero dispone recaudar 14 billones; impone esa meta en ajuste al presupuesto en déficit y reduce en igual cifra los impuestos a las empresas que relativo porcentual a la renta son quienes menos pagan al fisco; propone un pacto por la equidad a uno de los países más inequitativos del mundo y pone a lomo del pueblo la carga tributaria que deberían llevar los que han lucrado de esa inequidad.

Ese surtido de beneficios fiscales estimula la ambición democrática de que los ricos reduzcan su tributación al costo de la canasta familiar de los pobres, en pago a su aporte a la democracia que ellos tan bien (también) representan. Olvidado el incidente de la misma ley en que se quiso democratizar el IVA a los productos básicos de consumo popular, si los venden los empresarios que le dan de comer al pueblo. Hasta el hecho terminal que el gobierno haya propuesto a los pobres pagar las pérdidas que causó la corrupción de Odebretch, entre empresarios sin alma y políticos desalmados, si al final es la misma gente que elige su gobierno.

Lo más contradictorio de esta ley está en su madurez prematura, al nacer antes de ser concebido el Plan, más allá que haya sido abortada la primera vez y clonado el mismo demonio de Tasmania que nos meten a la casa; así, se ordena el recaudo de tributos sin tenerse aprobado el plan de gobierno al que va a aplicar; por tanto, tenemos un patrón de hacienda pública que puede comprar las sillas antes si da por sentado que tendrá disposición de las bestias sobre las cuales se va a sentar.

La tormenta invisible

Después del antes de la pandemia inesperada, lo esperable era la templanza del Gobierno en tiempos de crisis, el cómo sacar a la luz a su pueblo de en medio de la tormenta invisible.

Si en tiempos de normalidad oficial tantas veces le pidieron a la nación que sacrificara sus pocos ingresos para salvar el proyecto común redactado en la Constitución, cuyas responsabilidades públicas las delegaron en la empresa privada, dado que en sus manos ya podríamos reducir la ineficiente corrupción del Estado a sus justas proporciones, para dejarnos bajo su resguardo, la razón política y la justicia económica en tiempos de desgracia social aconsejaría lo contrario: el gran capital ofrecería un poco de sus incontables recursos para salvar al pueblo que se ha sacrificado en cuerpo y sangre a la espera de su redención.

Quien se plantea el dilema entre economía o vida lo mata la duda. Es lo que ha sucedido con el gobierno en el manejo de la pandemia, cerró tarde la puerta de entrada al virus para que la economía no se enfermara y luego la abre prematura para que la economía no se muera; en el entretanto tanta gente muere de verdad.

Si trazamos una línea transversal entre el antes y después de la pandemia, para encontrar un denominador común en dos mundos tan disímiles; uno, vive normal su locura realista, y el otro tomado despierto por una pesadilla surrealista; la dibujaría el comportamiento del gobierno. Y tiene que ver con la idea moderna de que la vida, ese milagro natural, nace como un fenómeno económico, una empresa personal de logros que puede cuantificarse, y para poder vivirla hay que pagar. De tal suerte que quien no es sostenible lo rentable es que muera.

Ello explica que en tiempos de calma constitucional elabore un Plan Nacional de Desarrollo e invoque a la nación a un “Pacto por la equidad”, un otro sí en uno de los contratos sociales más inequitativos del mundo, y después (incluso antes) desate una tormenta tributaria en la que los pobres guarecen a los ricos, de cuyos mares procelosos solo podremos salvarnos si pagamos pasaje y nos embarcamos en la nave salvadora de la empresa privada, pero la inhundible del gran capital.

Ya la Ley 1955 de 2019, artículo 315, nos ordena pagar el naufragio de Electricaribe, la empresa española que en un viaje trasatlántico se hunde quebrada cual Titanic, en una muerte lenta apaga sus luces intermitentes, en el Caribe iluminado en donde Dios cuadra la manecilla del meridiano del mediodía.

Igual en tiempos de tempestad institucional, llegado el azote del virus invisible, desata una legislación de emergencia que atiende una pandemia a través de cuentas bancarias y no de hospitales. Así se precisa la relación directa entre darle riendas a la economía dirigida a amontonar el capital y los cadáveres por montón.

La verdad inconfesable del Plan Nacional de Desarrollo es el secreto de Estado mejor guardado por los gobiernos en la casa republicana, consagrado en la Constitución del ’91, y revela que no es plan, ni es nacional y mucho menos de desarrollo, es el ajuste de cuentas con que nos acomodamos en la última litera de la nave que conduce la economía mundial, en la que nos hacen sentir a salvo pero nos dirige al naufragio del mundo, si creemos ir hacia las estrellas del norte pero nos contagian la enfermedad del progreso que se supone superior a la vida, y en realidad nos muestra, antes de dejarnos morir, la luz de oropel del capital.

Columnista invitado por EL HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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