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Rafael Escalona

Rafael Escalona, compositor colombiano. (Foto cortesía: Flickr)

Un vallenato protesta

OPINIÓN

Sábado, 6 de noviembre del 2021

Rodrigo Zalabata Vega.

En más de una comidilla, ya servido el plato fuerte del vallenato, alguien habla con la boca llena para decir que “El hambre del liceo” es la primera canción protesta de que tenga noticia la vallenatología; afirmación que no es de poca monta, ya que los sucesos de la discografía vallenata son superiores a los hechos mismos de la historia, como si los relatos vívidos en los discos ordenaran el tiempo de los momentos vividos en nuestras vidas al paso de las generaciones.

Se dice así para terminar de afirmar que esa canción representa el primer asomo de hambre en la región, cuyo corazón contento se sirvió de la barriga llena del gran valle, y para colgarle a Rafael Escalona otra medalla de honor, entre tantas que lo orlan, como primer cantor revolucionario de las causas vallenatas.

Si todo lo que se diga da la razón a que se contradiga, me permito negar esa afirmación, no por las pesquisas cronológicas de los historiadores que datan ese primer hito discográfico, sino por el grito famélico contenido en la obra, que me lleva a afirmar que no es protesta, en la categoría clamada de la canción social.

La canción protesta se considera una modalidad no un género musical, que irrumpe con su voz en la música cantada, un termómetro de las tensiones al interior del cuerpo social, en señal de alerta y como paño de lágrimas para que la vida siga con su ardor mientras se apagan sus problemas. Sus primeros brotes fueron en EE.UU en los años 30, sumido en la gran depresión económica, pero se consolidó como tal en los años 50, por quien llegaría a obtener el premio Nobel de literatura, Bob Dylan, cuya fiebre se transmitió a Latinoamérica en los rebeldes años 60 y 70, dada la ebullición comunitaria de emancipación espiritual que impregnaba la época, exacerbada por el gorilismo de las dictaduras que se hacían al mando en cada país, lo que levantaba un ideal de confraternidad continental.

En el canto vallenato también se hizo presente, más allá de sus orígenes testimoniales del acontecer diario cultivado en la vida campesina, ya que la canción social es más urbana, con un abordaje conceptual sobre los problemas que aquejan a la sociedad, al tomar una bandera de reclamo en medio de las contradicciones que remueven toda su estructura.

Del maestro Escalona se harían todos los elogios y ninguno será inmerecido, dada la magnitud literaria de su obra, como gran narrador de las costumbres de su cultura vallenata, poeta enamorado, fraterno amigo, pero ni su vida ni su canto se entendería contrariada con el poder establecido, tal cual una canción protesta, así su narración pueda llamar a la consciencia nítida de las campanadas de una iglesia, que dé con la captura moral del cura ladrón innombrado en “La custodia de Badillo”, o llevar en hombros a la presidencia a López Michelsen, con “López es el pollo”; su creación conforme lo creado es una poética paisajística de la realidad, una voz políticamente correcta, su importancia se toma en la transparencia de sus versos, como el agua del río en que bebe todo su pueblo.

Así es “El Hambre del Liceo”, un dibujo literal de la provincia vallenata de mitad del siglo XX. Un joven soñador tiene que enfrentarse a la terrible realidad de salir de su casa para poder completar sus estudios de secundaria por fuera de su pueblo, sin una institución educativa lugareña habilitada a ese nivel educativo. Para llegar hacerlo tiene que desafiar los caminos montado en un carro hasta el candente pueblo Fundación, una vez allí habrá que seguir en un tren que pasará por la zona bananera, la tierra de los platanales, acechado a lado y lado por matas cargadas con macanas de guineo, dispuestas a matar el hambre servidos a diario con queso rallado, antes de llegar a Santa Marta. En esa aventura, al tener que abandonar su refugio en el hogar de sus padres, ya no podrá comer tanta yuca buena ni tanta carne gorda de novillo empotrerao que le servían y nada le gustaba, tan acostumbrado a comer sancocho a diario, y tener que conformarse con la comida mala del Liceo, lo lleva a reconocer que es un castigo de Dios.

Es el drama musical en que nos embarca Escalona en ese viaje de realismo mágico, narrado de regreso a su casa, como Ulises camino a Ítaca, que termina con un toque literario magistral, cuando algún amigo le decía que viajaba para el Valle él escribía a su casa pidiendo que le manden de comer, que lo está matando el hambre, y con la letra bien grande, en señal de auxilio, firma abajo RAFAEL.

En realidad, es la congoja que siente cualquier estudiante de la provincia colombiana cuando sale de casa a labrarse su destino abriéndose camino con la luz del entendimiento, en un país donde la educación es un lujo por lucir, y un negocio para quienes la venden. Pero la situación descrita en la canción trata la circunstancia de un joven de cuna de oro que tiene el privilegio de poder estudiar en un internado al que pocos acceden, bajo un rigor académico en que las raciones alimentarias hacen parte de un espíritu de formación que enseña el valor del esfuerzo para disciplinar y templar el carácter.

El hambre del Liceo, que desató la protesta de Escalona, es la que “no lo deja engordar”, si la gordura entonces era un síntoma de bienestar y salud no de morbidez, no tiene que ver con la pobreza social para poder adquirir alimentos. No hay en la canción una protesta sobre el hambre del pueblo, tiene una razón personal hecha un motivo poético en una obra de trazos narrativos magistrales, con la tesitura literaria de la célebre fábula “La pobre viejecita” de Rafael Pombo.

 

La protesta vallenata en el canto social

 

En vallenato se han compuesto exaltadas canciones protesta o social, la primera grabada en 1968, salvo viejo dato preciso de algún historiador, es “La reforma agraria”, del maestro Armando Zabaleta, un abordaje del primer problema que ha generado los grandes conflictos de la historia de violencia en Colombia: el latifundismo de pocas manos; obra en que clama a los gobiernos la adjudicación de las justas parcelas para los pobres campesinos del viejo Magdalena. Hoy tan vigente como cuando el poeta puso el grito en la tierra.

Capítulo especial tiene reservado el cantautor y acordeonero Máximo Jiménez, cuyo repertorio de canciones se armó de mensajes revolucionarios que en sus presentaciones en la plaza Alfonso López, en el epicentro del Festival Vallenato, levantaban al pueblo al borde de la asonada y lo esgrimían en hombros en un paseo triunfal. Se recuerdan en los años 70: “El burro leñero”, “El indio sinuano”, “Me dijo un terrateniente”, “Niño campesino”, “Hombre pobre”, “Usted señor presidente”, entre otros.

Inspirados autores de vallenato lírico y romántico tan bien les brotó una canción de amor por el pueblo desheredado. Fredy Molina, clamó por “El cambio social” en una abanderada canción. Gustavo Gutiérrez, compartió el pan de sus versos a “El niño de la calle”, en aquel tiempo en que un niño hambriento en la calle, llamado gamín, causaba conmoción y llamaba a la solidaridad.

El mítico Leandro Díaz hizo del propio drama de su vida una ejemplar canción palabra a palabra con su dolor: “Soy”; para denunciar el abandono de millones de seres cuyo mismo sufrimiento lo tienen que sobrellevar callado, sin que nadie alcance a escuchar en el mundo su grito de protesta.

El maestro Hernando Marín nos fustigó la consciencia dormida con tres canciones que son himnos de reivindicación social; “Los maestros”, nos recuerdan el olvido de la educación en que nos educaron; “La ley del embudo”, se hace insignia redentora de su pueblo, cuya bandera es robada por un grupo insurrecto; “La dama guajira”, denuncia la expoliación de los recursos naturales de su tierra.

El grandilocuente cantautor Daniel Celedón ofrenda dos obras arquetípicas de pura realidad; “La lavandera”, personaje eternizado de la pobreza que lava los pecados de la sociedad; “Mujer marchita”, una denuncia de la mujer que florece en la noche porque el hombre le robó la luz del día.

 

El poeta infinito Rosendo Romero nos dibujó un retrato cantado de Colombia, con todas sus cicatrices, hasta el día de hoy, en “Gira mundo”.

El memorable contador de historias Santander Durán Escalona, de la misma estirpe del maestro Escalona, nos ilustra con dos obras magistrales de protesta histórica: “Las bananeras” y “Lamento Arhuaco”.

El prolífico Romualdo Brito pone de presente su olvidada Guajira, con “Yo soy el indio” y “El cantor de los indios”.

 

Escalona: el escalonamiento social del vallenato

 

Es innegable que la aparición de Rafael Escalona en el mundo vallenato representó un escalonamiento de la región del valle de Upar en el concierto de un país reunido con apartes de provincia. De ser el fruto cultural campesino cosechado por la tradición oral, cuya marginalidad relegada entre montañas partía en el centro mismo de su sociedad, con prohibición expresa de ingreso al club social Valledupar; sintiendo por donde pasaba el señalamiento peyorativo de “provinciano”, por el resto de la costa provincial que recibía las olas del mundo; hasta llegar a recibir el portazo en el epicentro político y administrativo que concita la unidad de la nación; el vallenato, de la mano de Escalona, caminó por los pasajes del palacio de gobierno, en los entretelones del poder, para dar el salto cualitativo a las altas esferas políticas donde se conjuga la representación social colombiana, y de allí recibir la carta de nacionalización en su propio país con la cual empezar a tocar puerta a puerta el corazón de todos los colombianos.

Ese arribo al reconocimiento de sus compatriotas, que fue al tiempo una conquista poética, dio inicio a un proceso continuo de institucionalización social del vallenato, desde que se originaba en tiempo real en los parajes que transitaba la juglaría, hasta asumir un gesto de complacencia en tarima para animar la fiesta en que vive Colombia en el mundo paralelo del disco.

Por eso advertí que los sucesos de la discografía vallenata son superiores a los hechos mismos de la historia. Si pensamos “El hambre del Liceo” como ejemplo, grabada en 1947, ya habían pasado casi 20 años de la masacre de las bananeras en Ciénaga, Magdalena, en 1928, donde fueron fusilados tantos obreros en huelga, que trabajaban para la empresa extranjera United Fruit Company, a manos del propio ejército colombiano; que de no ser por los anales de los debates de Jorge Eliecer Gaitán en el Congreso, o por la trascendencia que les dio Gabriel García Márquez en su inmortal Cien Años de Soledad, esos mismos habrían muerto en el olvido y si acaso serían un mito histórico. Y a duras penas eran dos años de haberse apagado el fuego de la Segunda Guerra Mundial, una vez el mundo quedó en silencio al escuchar el estallido de dos bombas atómicas. Entre tanto en el mundo vallenato todavía se escucha la protesta del joven Escalona por el hambre que no lo dejaba engordar en el Liceo Celedón de Santa Marta.

Pero no podrán quejarse, así es la historia de Colombia, aquí se deja hablar a los que callan y se silencia a los que necesitan hablar. Nuestra historia ha sido escrita con el borrador del lápiz, ha dicho el poeta Juan Manuel Roca. Hubo un tiempo en que el vallenato cantó el país que brota del campo sembrado por el paisano que nace en su tierra. Esa fuerza de origen que da el fruto natural de la poesía lo hizo irradiar su onda de amor. Para los años 60, mientras en el mundo se declaraba el sexo libre con la revolución del hipismo y la pastilla anticonceptiva, el vallenato pedía la mano de hinojos al abrirse la ventana en medio de una serenata.

Las cosas iban bien, el vallenato pudo conquistar el mundo desarmando los espíritus con su lenguaje de amor, como Cyrano de Bergerac prestaba las palabras para que los enamorados encontraran la felicidad, pero los dolores intestinos que siempre aquejaron a su pueblo comenzaron a deformar su rostro. En medio de todo, dulcifica la vida de los colombianos, incluida la fiesta del narcotráfico y de los poderes ocultos que devoraron el paisaje, dedicado a complacer los círculos de poder, de manera oficial, y la cotidianeidad de la gente que trata de olvidarse de sus grandes problemas a la espera de un mejor país, el que el vallenato le ofrece en cantos de sirena que pierden al navegante.

Al tiempo que la UNESCO reconociera lo prístino del folklor vallenato, brotado en el remanso del valle de Upar, al declararlo patrimonio inmaterial de la humanidad, dejó una advertencia para que no perdiera la autenticidad de su tradición confundido entre fruslerías poéticas. Era un llamado a una reflexión profunda en medio de la celebración. Desde los cantos silvestres que animaron la creación de una cultura musical autóctona, pasando por todos los fenómenos que aquejaban el crecimiento de su pueblo, el vallenato había sido el fiel reflejo de su acontecer cotidiano; fuera costumbrista, en la bella narrativa de Escalona en “El hambre del liceo”, lírico o romántico, como lo declamaron las nuevas generaciones, entre tantos algunos levantaron su voz de protesta; pero al llegar al mercado en el que todo se vende y se compra, al hacerse un producto de primera necesidad en la vida diaria de los colombianos, fue empacado en discos en las factorías discográficas, y lo que contenía los sabores del sancocho que resume a Colombia fue reemplazado, poco a poco, por canciones ingrávidas que solo calman el hambre emocional del momento, como un chicle, con sabor y sin sustancia, a tono con el consumismo del mundo que devora sus propias entrañas.

Ese historial de canciones que esculpe la memoria se hizo un culto de adoración de una feligresía que lo escucha como una misa diaria. El templo que guarda esa religiosidad musical es el Festival Vallenato, edificado en honor a la leyenda de Francisco el hombre, un triunfo del bien sobre el mal, revelado en la advocación de la virgen del Rosario. Con el ánima conservacionista que le insufló su inspiradora Consuelo Araújo “la cacica”, junto a Alfonso López y Rafael Escalona, trata de seguir su huella al paso del aluvión de vida de las nuevas generaciones. En secreto, el cónclave que maneja los oficios de su ritual es la Fundación de su mismo nombre, institucionalizada para salvaguardar los altares del vallenato auténtico. Hubo un tiempo cuando celebraba lo que vivía, comía y daba al mundo, pero hoy se eleva la protesta de que está manejándose de puertas para dentro, si deciden rendirle homenaje a quien ellos convienen y no al que el pueblo reclama, por su escalonado aporte en el orden de desarrollo de la historia del vallenato; dos de ellos: Jorge Oñate, cuya sola voz inauguró una nueva era, y Alfredo Gutiérrez, quien más ha sembrado notas de acordeón en la floresta del Festival.

Ha llegado este tiempo en que la juglaría transita dos caminos contrarios. Hacia el pasado, la Fundación toma para sí el vallenato y lo vende como un museo estacionario, en donde se reconoce castiza la canción de añoranza y la misma nota canonizada, en lugar de atravesar un puente generacional. Lo que nos hace recordar la célebre canción de Escalona “La custodia de Badillo”, cuyo grito “se la llevaron” no queremos, para seguir adorando esa reliquia vallenata de auténtico valor. De cuyas decisiones y frutos puedan participar los artistas que lo hicieron valioso, y no verlos pasar, algunos sí, física hambre, sin una mínima atención, la que se le brinda con fruición a las dignidades políticas que invitan al Festival.

En esta época, el vallenato vive la fiebre del oro que atomizó lo que en sus orígenes era matemáticamente un “conjunto”, para abrirse por su cuenta el interés individual, en un proceso de comercialización en el que la voz que anuncia la mercancía es la que se lleva la gran parte de la comisión de venta, sin que importe mucho la conservación de su creación original.

Ahora que llega la época de las vacas flacas se necesita un diálogo entre ese pasado edénico y los grandes problemas que enfrenta nuestra sociedad de hoy, para que el vallenato vuelva a ser la voz de la Colombia profunda que emerge del abandono para hacerse escuchar.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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