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El paraíso artificial: Columna de opinión del escritor y abogado Rodrigo Zalabata Vega

El paraíso artificial

OPINIÓN

Sábado, 16 de abril del 2022

Por: Rodrigo Zalabata Vega

Abogado y escritor colombiano

La orden anticipada de gobierno que dejó sentada el candidato Gustavo Petro, llegado el primer día de oficio como presidente, de cesar la contratación de exploración petrolífera, despertó una algarabía de medios de comunicación que advierten el peligro de extinción que corremos si nos quitan el oxígeno que tomamos para vivir del petróleo, amén de toda suerte de mensajes apocalípticos.

Esta orden obedece al Pacto Climático de Glasgow, firmado en la ciudad escocesa por 197 países que representaron la humanidad reunida por la ONU a final del año pasado, en el que por primera vez los pontífices del poder político mundial se prosternaron en el confesionario de la ciencia a admitir sus pecados, asumiendo la penitencia de reducir en módicas cuotas la emisión de CO2, causante del calentamiento global que tiene a la Tierra como un fumador empedernido que en su orgasmo seco aspira la muerte antes de morir por placer.

No crean, esas admoniciones se dan desde los orígenes del pensamiento, con un regaño estruendoso para controlar la condición humana. Iniciaron con Adán y Eva, por echar mano de su naturaleza les crearon un escándalo que justificó la pérdida del imaginario paraíso terrenal, que si lo pensamos bien es la misma naturaleza, el cielo de la tierra que nos quitaron y por la que seguimos en discordia.

Hoy el control a la humanidad lo toman los grandes medios que, con la voz estentórea de un poder tras bambalinas –como la que se abre en la Biblia entre los cielos–, previenen a Colombia que Petro nos está llamando a la perdición, quien nos quiere hacer morder la manzana del pecado, camuflado como guerrillero en el aguacate, para expropiarnos el paraíso en el que vivimos gracias al petróleo, el dios subterráneo que creó el mundo moderno.

Pueden creer, las historias sagradas desgraciadas en la Biblia parecerían desatar el rollo de mar muerto en el que ha naufragado nuestro destino.

Colombia es el país del mundo que sobrevive a un apocalipsis diario, después de un tiempo en que habitamos el milagro cotidiano de vivir sin petróleo, en la holgura de una naturaleza holgazana que nos obligaba a trabajar en pancoger. Nacidos en la casa esquinera de un continente, con puertas de par en par recibe la visita familiar del sol, conviven en cuartos contiguos las cuatro estaciones, abre sus ventanas a un paisaje undívago de mares, llanuras, cordilleras y páramos maternales de pezones blancos que amamantan a sus hijos con la leche de sus aguas. En ese hotel Mama vivimos, en el seno de la madre naturaleza.

Dicha felicidad nos duró hasta que cambiamos los frutos pendientes de los árboles por la recolección de monedas, entonces nos sobrevino la maldición del paraíso del hombre moderno, por ella nos expulsaron a deambular en nuestra tierra, entonces empezamos a matarnos entre hermanos.

Ya nos corresponde hablar del nuevo mundo que nos crearon en sustitución del viejo mundo que le cambiaron a Dios. Y si el pecado original fue que los invasores se hayan tomado para sí el continente, el pecado venal es que entre nosotros nos hayamos robado el contenido.

Pudimos dar inicio a la nueva historia en el momento en que el padre de la patria grande levantó la casa republicana, una vez rotas las cadenas del imperio, si no las hubiéramos cambiado, causada su muerte, por la ambición de quedarnos con la herencia. La disolución de la Gran Colombia en 1830 no fue más que ello.

Antes hubo el reparto ominoso, a nombre de la Corona, de las tierras lejanas y ajenas conquistadas con la espada que atravesaba los corazones, en las provincias demarcadas que quedaron comprendidas en el virreinato de la Nueva Granada, creado en 1717, del que se desagregó la capitanía de Venezuela en 1742, cuya historia única, instaurada la república, se retrotrajo a las instituciones coloniales al separar los países siameses, Colombia y Venezuela, de quienes desde su nacimiento fuimos inseparables hermanos.

Aquella decisión escribiría las líneas de esta tragedia. Desde entonces nos dimos a pelear para cada uno lo que era la herencia de todos. Los Monjes, que bien serían un promontorio de rocas arrojadas para tantear el mar, terminaron por ser la piedra en el zapato de La Guajira que camina mar adentro, al límite de desatar una guerra, que no permite que entrambos el golfo de Coquibacoa (rebautizado golfo de Venezuela) lo celebremos mare nostrum, la copa como tomaban los romanos su mar mediterráneo.

En el escenario natural de la trama política estas rocas solo han servido para tirarse piedras en un conflicto sin sentido, en el que se disputan la primacía del corazón compartido de una hermandad siamés. Podríamos asimilarlo al pasaje bíblico en el que Esaú vende la primogenitura a Jacob por un plato de lentejas, solo que en este caso ellos son él mismo.

Pero así no lo crean en nuestra historia se vivió el mismo capítulo. Ocurrió en 1952, por la presidencia encargada de Roberto Urdaneta Arbeláez, mediante la sucinta nota diplomática GM 542 del 22 de noviembre, suscrita por el ministro de Relaciones Juan Uribe Holguín y el embajador de Venezuela, en la que dicho gobierno, sin pasar por el Congreso de la República, le cede al hermano bolivariano, como bolsa negra de basura, el Golfo de Coquibacoa, cargado con las mayores reservas de petróleo del mundo, vaya dios a saber por cuántas lentejas, que le había legado a sus hijos nuestro padre fundador de la Gran Colombia.

Esa cesión de la herencia común intentaba dar fin a la centenaria discusión de los contrariados hermanos sobre la delimitación del Golfo, tomando como punto de referencia la prolongación continental de los islotes sin vida de Los Monjes, cuya aspiración geográfica los hace tan nuestros como un estornudo de La Guajira.

Colombia baja la guardia en medio de la guerra fría de la posguerra, dejada de la suerte en un mundo que basa la riqueza y valor político en el dominio geoestratégico del petróleo, la sangre inerte que anima la vida moderna.

En tanto Venezuela se hace el hermano rico de la familia desmembrada, al que le abren las puertas en el club de países de vida ostentosa, mientras los colombianos nos hacíamos sirvientes de ellos, con un complejo de hermano pobre, el que mira con vergüenza su pobre naturaleza, cuyos dones de campesino feliz no le alcanzan para pagar el éxtasis del mundo moderno, en donde se acumula la felicidad en monedas. Ese vacío de personalidad nos hizo caer viciados en la propuesta del narcotráfico: la maldición del paraíso artificial.

Ya el contrabando nos traía los espejos en qué mirarnos en distintos rostros, pero fue el narcotráfico el que hizo mutar nuestra índole brotada en la tierra para adoptar los artilugios de seres de otros mundos.

La acumulación de capital sembró la codicia en Colombia. Otro capítulo de la misma historia en la que nos quitaron el suelo bajo la esperanza de ascender al cielo prometido. Nuestra tierra se hizo de otros y sobre las anquilosadas estructuras coloniales se levantó la fachada de las instituciones republicanas.

Esas viejas estaciones del tiempo a duras penas nos permitían habitar el pasado en dominios territoriales feudales, de pueblos abigarrados y ciudades parroquiales, en cuyos campos incendiados por las guerras de sus despojos aún se daban los alimentos que hicieran posible la vida en medio de la muerte, de tal suerte que, trabado nuestro destino entre fuerzas cualitativas que se anulan, fue el dinero del narcotráfico el que hizo posible dar el salto cuantitativo a la modernidad, pasando por alto el agro en donde nace la cultura.

Si bien pudo comprarse el ser moderno en el supermercado, instalar desde el viejo pasado la modernidad con dinero no es posible si no está proveída por el dios que creó el nuevo mundo, en cuyo paraíso artificial el cielo está poseído por el infierno y el cielo rogado está en el lugar del infierno, debajo de la tierra: el petróleo.

Desde comienzos del siglo XX Colombia hacía todos los esfuerzos por recuperar la riqueza que había heredado de su padre, y que por un plato de lentejas apócrifo el muy golfo había cedido a su hermano bolivariano.

Esa búsqueda de la fuente de la eterna riqueza, que nos hiciera por siempre modernos, había comenzado a dar sus primeras monedas en 1905 cuando se otorgó la Concesión al particular Roberto De Mares, asumida por el Estado con la creación de Ecopetrol en 1951, modelo sustituido por el Contrato de Asociación con pretendientes transnacionales, que dio a luz los yacimientos de Caño Limón (1981) en Arauca, Yaragua (1984) en Huila, Cusiana (1989) y Cupiagua (1993) en Casanare, Gibaltral (2003) en Santander; de tal suerte que para el año 2012 Colombia producía un millón de barriles diarios que le daban para hacer realidad el sueño del Rey Midas de cambiar la naturaleza por oro.

Encontrar la riqueza fácil no fue fácil, para ello hubo que secar los ríos que anegan las fuentes de petróleo, levantar llanuras que tapan con su manto verde los pozos del oro negro y las minas de carbón, arrancar del vientre de las montañas los minerales y el plasma que da origen a la vida, cortar los árboles que no dejan ver el bosque que atrae las lluvias, para tener dónde sembrar lo necesario para producir las drogas del narcotráfico; es decir, desenterrar la fortuna que oculta la naturaleza envuelta en el papel regalo del paisaje.

Para dar a luz la modernidad en un atrasado presente, entrados los años 90 el gobierno de entonces dejaba penetrar su soberanía por la embarazosa globalización, pagada por el capital extranjero a la prostituida clase política colombiana que le abría el cinturón de castidad de las fronteras nacionales.

El campo fue arrasado y la plaza de huevos campesinos fue cambiada por un mercado de abalorios de postín, tranzados con dineros ocultos debajo de la mesa, a la medida de un rico de mala fortuna que ganó su riqueza sin trabajar.

En el siglo XXI, Colombia tenía unas cifras incuantificables que superaban su realidad, ya podía darse el lujo de importar sus alimentos sin tener que cultivarlos, explicable si la mitad del PIB de su economía se lo rentaba el petróleo; después vinieron las remesas, producto de un país que no podía producir en su país y se marchó de casa porque su Estado no lo podía soportar.

Este fenómeno de una Colombia inversa ya venía con sus éxodos y migraciones desde el siglo pasado, cuando en los campos se hizo caldo de cultivo la guerra, las gentes marcharon a las ciudades a respirar el aire gris del progreso. Los campesinos ahora venden Chiclets Adams y Gatorade en un comercio de cambios de luces, mientras los citaditos cultivan el narcotráfico.

El resultado de construir un país con acumulación de dinero y sin raigambre social es que se derrumban sus valores morales. El retrato de dicha sociedad es la inequidad, la herida sangrienta entre ricos y pobres, en lo que Colombia se deshonra con el tercer lugar en el mundo, con varios de los hombres más ricos en lista de la revista Forbes, más ricos que el presidente de la nación más rica del planeta, y con pobres tan pobres que solo les alcanza para comer basura.

En el mundo moderno, acelerado por la combustión del petróleo y alucinado por el consumo de las drogas, cuando la ciencia reunida por la ONU ordena retornar a la naturaleza, la humanidad reclama despavorida: “Y ahora de qué vamos a vivir”.

Cuando alguien en Colombia propone cumplir esa orden, los grandes medios de comunicación que obedecen al poder dominante responden tal cual el adicto al que se le pide dejar la droga: “Tú lo que quieres es matarme”.

El sino bíblico indica que en Colombia se encuentra el paraíso artificial del paraíso terrenal, que en su apocalipsis diario cada día se le ve ganarle un día a la muerte, como una pobre viejecita muriendo de hambre y sed en una riqueza lamentable, rendida en su lecho en medio de dos océanos que la lloran.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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1 Comment

  1. Buena letra a ompañada de detalles aclarativos y puntuales de nuestro país.

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