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La maldición de los dinosaurios: Columna de opinión del escritor y abogado Rodrigo Zalabata Vega

Cambio Climático.

De no renunciar a la vida moderna de los dinosaurios, estamos a doce años (2033) de declarar irremediable el génesis del apocalipsis. (Foto cortesía: Pixabay)

La maldición de los dinosaurios

OPINIÓN

Domingo, 16 de enero del 2022

Por: Rodrigo Zalabata Vega

Abogado y escritor colombiano

La resiente* Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, vigésima sexta COP26, celebrada en Glasgow al final del último año, cuya ronda tomó de la mano a casi 200 países, se entendería mejor como un ritual ancestral de la tribu Sapiens que un congreso razonable de la civilización humana. Si ellos iniciaban el fuego para danzar a su alrededor y poder calmar la furia de los dioses que rugían enardecidos, los de entonces somos los mismos que nos reunimos a apagar la hoguera que encendimos una vez nos creímos dioses modernos creadores de una naturaleza muerta sembrada en la vida, con el propósito de enmienda de restablecerle a dios el cielo que le destruimos. Se trata en el fondo lo mismo, exorcizar el hombre que poseyó al diablo y que lo hace aparentarse humano sin que se note su presencia en la Tierra.

Si la enlutada Convención de rostros adustos, que sienten ver cómo se entierra la Tierra, a duras penas despertó el ánima del mayor líder del reino mineral que nos gobierna, el presidente Joe Biden de EE.UU., quien tomó las riendas en una siesta montado en su silla en primera fila, enarbolando su liderazgo de Cid Campeador, mientras los científicos peroraban asustados advirtiendo el fin del mundo.

Estos eventos de salvación de la humanidad, celebrados como una misa de redención en la que se confiesan arrepentidos y comulgan entre todos, rumiando la manzana de la discordia del árbol de la ciencia y de la vida, muestran la fe ciega que tenemos los humanos al orar; hablo tanto de la oración con que se purgan los pecados los domingos, como la oración laica de usar la palabra, hablar y hablar, como una moneda falsa que circula sin respaldo en los hechos.

Cuya otra cara tapada es la poca fe que se tiene el ser humano para resolver la realidad con sus propios hechos. Por más que la autodenominada modernidad esté soportada en la idea de la mayoría de edad del hombre, a cargo del Estado secular que se gobierna por su voluntad general, desde aquel salvaje desnudo sinvergüenza que llamaron Adán no dejamos de ser el niño que llora después para que el dios de turno le limpie sus cagadas.

Esta disparidad entre las dos caras de la misma realidad, palabras representativas del valor de los hechos, está grabada siempre en monedas: el discurso de la misericordia lo redujimos a una limosna; el pago del arrepentimiento por despilfarrar la vida lo recibimos en una hostia.

Siendo así, el consejo de sabios anonadados que ha reunido la ONU para que salven el mundo se ven como los chamanes de la tribu Sapiens tratando de espantar al demonio de Tasmania que ruina la naturaleza para dominar su territorio. Este animal carnívoro, depredador único de su especie, es capaz de devorar las entrañas de su madre Tierra con tal de prevalecer sobre ella. Ese mismo zoon politikón de verbo encendido y corazón sibilino quiere bajar su fiebre de poder, con la que ha calentado todo un planeta, con pañitos de lengua; como el Caín de la Biblia, tan bruto que después de matar a su hermano con una quijada de asno quiere reanimarlo con una sopa de letras con carne de burro.

Quizás no sea fortuito haber escogido a Escocia como lugar de encuentro para resucitar lo que hemos matado; quizás en el inconsciente humano que nos queda buscamos al culpable donde en realidad somos todos; quizás queremos conjurar el espíritu del escocés James Watt, quien en una malhadada hora en 1769 patentó la máquina de vapor por combustión de carbón, chispa de ignición que desató el infierno que hoy tratamos de apagar, después de hacernos dioses de hecho sobre un mundo espectral en el que circulan seres inanimados que conllevan humanos fantasmales que salen a trabajar.

La gran paradoja en el alma del hombre moderno es que está poseída por antepasados que existieron mucho antes de hacernos humanos: el espíritu de los dinosaurios. Cada rugido de un vehículo movido por combustible fósil es un pedo de un dinosaurio que nos ha engullido y nos lleva en su estómago. Porque es bueno recordar que el petróleo nos viene como una maldición antediluviana. Sucedió hace 65 millones de años, a manos de un dios prehistórico y bárbaro que de una sola pedrada (esa vez fue Goliat quien mató a David) mató a todos los inocentes dinosaurios, por el simple hecho de que no creían en él.

Son esos espíritus los que nos movilizan en vehículos para tomar venganza del dios que los extinguió sin fórmula de juicio final, y que a través nuestro le están destruyendo el cielo con un bombardeo de gases inodoros, por conducto de los cuales somos nosotros los dinosaurios de entonces.

Podríamos vernos representados en la metáfora animada de Los Picapiedra, aquella civilización de piedra y corazón blando que hizo posible convivir los dinosaurios y los hombres, con 64.950.000 millones de años de diferencia; pero ellos, naturalmente sabios, desarrollaron una mecánica ecológica que combustionaba sus automóviles con los pies.

Lo cierto es que el accidente tecnológico que ha causado la máquina de la modernidad ha puesto al mundo al borde de su propio abismo, y con razón ha significado un freno en el proceso evolutivo que traíamos. Después que habíamos superado ser una ameba, un anfibio, un lagarto, los vertebrados acorazados, las aves pasajeras, los mamíferos maternales, hasta los homínidos de cuyo árbol descendemos, nos dimos en crear nuestros propios seres sin saber que estábamos resucitando a los dinosaurios maldicientes en pie de guerra.

Los aviones actuales descienden de los Pterosaurios; los autos raudos son la reencarnación herrada del Velociraptor; los submarinos conservan el estilo mesozoico de los monstruos marinos; los trenes llevan el sigilo del andar reptante de los saurios; y todos ellos sienten temor ante el temible dinosaurio que domina cada oficina del salvaje mundo moderno: el Tiranosaurio Rex.

De no ser por la venganza maquinada por los dinosaurios, por evolución natural ya podríamos volar como Supermán sin hacernos pájaros de acero, bucear como Acuamán sin la escafandra de un submarino, correr como Flash sin auto con la velocidad de un rayo; sin inyectarnos la sangre ardiente de los dinosaurios extinguidos, sin las muletas de la tecnología e incluso sin las alas de la poesía.

La conclusión final, a que nos conminan los sabios de la tribu Sapiens reunida por la ONU, es que, de no renunciar a la vida moderna de los dinosaurios, estamos a doce años (2033) de declarar irremediable el génesis del apocalipsis de un mundo artificial creado por un dios falible que es a su vez su propio demonio.

Lo críptico de este enclave de la vida con la muerte son los efectos prácticos de detener con hechos lo que alabamos con fe humana como progreso moderno. Desmontar este ambiente gótico de ciudades grises por el humo, de aparentes cuevas platónicas con colmenas de murciélagos colgados en los edificios, en las que vivimos todos de chuparle la sangre a otros. Y nos corresponde conjurar la suerte del mundo secular a que nos obligamos al recibir la cédula de ciudadanía del libre albedrío. No sea que un día de estos se despierte de su siesta nuestro Dios, se asome a constatar cómo su paraíso terrenal lo convertimos en un parque jurásico, en el que se fuma a diario no sé qué cosa, y sea ese el momento final en que iracundo como el dios de los dinosaurios le saquemos la piedra.

*del verbo resentir.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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